SÓLO UN ATEO PUEDE SER BUEN CRISTIANO
José Míguez Bonino
La curiosa frase del título no es un mero recurso para llamar la atención. Surgió de un intercambio entre un filósofo ateo, Ernst Bloch, que ha consagrado un profundo interés a la influencia del mensaje bíblico en la historia de la esperanza y de un teólogo cristiano, Jürgen Moltmann, que ha tratado de reivindicar el lugar central de la esperanza en la revelación bíblica. Fue el primero quien dijo: «Sólo un ateo puede ser buen cristiano», a lo que el segundo respondió: «pero sólo un cristiano puede ser buen ateo». He citado estas frases porque resumen en modo admirable la idea que quisiera desarrollar en este capítulo.
Frecuentemente pensamos que lo que más importa es que una persona crea en Dios, que crea en su existencia, que tenga fe. El ex presidente norteamericano Eisenhower dijo hace algunos años: «lo más importante es que el hombre tenga fe; no me importa en qué, pero que crea». No hace mucho un ministro argentino repetía casi literalmente la misma afirmación. En realidad, es moneda corriente. Si reflexionáramos un poco, nos veríamos obligados a reconocer, sin embargo, que buena parte de las acciones más bárbaras llevadas a cabo por el hombre han sido producto de la fe, obra de gente que creía de todo corazón y que tenía, incluso, la convicción de estar sirviendo a Dios.
Ni la creencia en Dios ni la intensidad de la fe constituyen una garantía. En realidad, lo que importa es, precisamente, en qué Dios creemos, cuál es el contenido de la fe. No deja de ser significativo que los cristianos primitivos fueron acusados de “ateos” y juzgados y condenados como tales por rehusarse a creer en los dioses que regían la vida de la sociedad.
¿POR QUÉ HAY ATEOS?
». Es decir, sólo quien niegue ciertos “dioses” puede tener fe en el verdadero Dios. De allí que convenga detenernos por unos momentos en la consideración del ateísmo. ¿Por qué es alguien ateo? ¿Qué respuestas nos dan quienes rehúsan creer en la existencia de un dios?
Hay quien nos dice: “yo creo en la ciencia y por lo tanto no puedo aceptar la existencia de Dios”. ¿A qué se debe que alguien vea la ciencia y Dios como cosas que se excluyen mutuamente? La simple respuesta es que la religión ha presentado frecuentemente a Dios como sustituto de la ciencia, del conocimiento y la investigación humanos. No se trata solamente de los casos de fanatismo religioso en que la gente rechaza la ciencia —por ejemplo el uso de la medicina— por una fe supersticiosa en que Dios ha de realizar milagrosa o mágicamente las cosas. Pienso más bien en el intento de utilizar a Dios como explicación de aquellas cosas para las cuales no tenemos aún una explicación científica o racional.
Podríamos mirar esto a través de la historia. El hombre primitivo carecía de explicaciones para una cantidad de cosas. No sabía porqué se sucedían el día y la noche, por ejemplo. Y buscó la explicación en los dioses. Había un dios del día y la luz y otro de la noche y las tinieblas. La lucha entre ambos explicaba la sucesión de noches y días. Bien sabemos cuántas historias distintas de dioses —mitologías— giran en torno a los fenómenos meteorológicos (tormentas, eclipses, mareas, etc.). Pero un buen día descubrimos que los movimientos de la tierra y del sol, la fuerza de la gravedad o la electricidad atmosférica nos permiten descifrar esos misterios. Y entonces Dios nos sobra. La historia se ha repetido mil veces. Siempre quedaba algún hueco donde Dios todavía podía servir de explicación: la vida, la mente humana, la energía. Pero la ciencia va ocupando lentamente todos los huecos. Y Dios es desalojado del universo. Un Dios-explicación, que sustituye a la ciencia, tiene poco futuro en un universo que va siendo sometido al conocimiento humano. Y de allí que parece no quedar otro camino que hacerse ateo.
En este sentido, hay que ser ateo para poder ser buen cristiano. Porque la fe cristiana rechaza esta sustitución. En el magnífico relato poético de la creación con el que se abre
Otros nos dirán: «yo no creo en Dios porque creo en el hombre». Cuanta más importancia demos al hombre —insistirán— tanto menos lugar le dejamos a Dios. Se los coloca en dos platillos de la balanza: si uno asciende, el otro baja, y viceversa. Los religiosos, se nos dice, sacrifican el hombre a Dios. Para rescatar el valor del hombre, por consiguiente, hay que sacrificar a Dios. En realidad, bien lo sabemos, las religiones han sacrificado muchas veces los hombres a Dios —incluso literalmente— en los sacrificios humanos cruentos. Dios pedía al hombre el sacrificio de seres humanos como reconocimiento de su poder divino.
Pero no es necesario remontarse a las culturas que practicaban sacrificios humanos. Cuántas personas piensan aún hoy día que para honrar a Dios hay que despojarnos de nuestra humanidad, de aquellas cosas que hacen la vida humana más rica, más placentera, más plena, en una palabra, más humana: el amor, la alegría, la cultura, la comunión y la amistad humanos. Y entonces, quien valora estas cosas, se ve obligado a elegir entre el hombre y Dios, y se queda con aquel.
Este punto de vista está a miles de kilómetros de distancia de lo que
Finalmente, algunos nos dirán: «yo no creo en Dios porque es un instrumento para la explotación y el sometimiento del hombre». Nuevamente, hemos de reconocer que frecuentemente ha sido y aún es así. El educador brasileño Paulo Freire relata los diálogos sostenidos más de una vez con campesinos pobres de su país. La conversación giraba en torno a la situación del campesino: su miseria, el hecho de no poseer la tierra que trabajaba y a menudo tampoco el producto de la misma, la imposibilidad de suplir sus necesidades mínimas y de progresar. Finalmente llegaban a la conclusión de que las cosas eran así porque siempre lo habían sido. Uno era campesino porque lo había sido su padre, y su abuelo, y el abuelo de su abuelo. Unos nacen campesinos y otros propietarios: así son las cosas. Y a la pregunta, ¿por qué es así?, la respuesta del campesino solía ser: «Así lo hizo Dios». Fijémonos lo que esto quiere decir: si Dios lo hizo así, si Dios lo quiere así, no hay que cambiar la situación. Intentar cambiarla sería desobedecer la voluntad de Dios. El argumento ha sido repetido más de una vez por propietarios y religiosos: «Dios ha hecho ricos y pobres, propietarios y campesinos, y no hay que tocar el orden creado por Dios». Quien se rebela contra ese orden; lógicamente se rebela contra el Dios que lo ha creado y lo mantiene. Si Dios garantiza el estado actual de las cosas, para cambiarlo hay que rechazar a Dios.
Una vez más, una lectura bastante superficial de las páginas de
Cuando alguien dice, pues «yo no creo en Dios porque creo en la ciencia», o «yo no creo en Dios porque creo en el hombre» o «yo no creo en Dios porque creo en la justicia», debo responderle que yo tampoco creo en ese Dios. Y que solamente quien sea un apasionado ateo de esos dioses puede ser verdaderamente cristiano. El que adora un dios que sustituye a la ciencia, o que rebaja al hombre o que garantiza situaciones de injusticia, ha depositado su fe en dioses falsos. Cuanta más fe tenga, tanto peor. Porque su fe está dirigida a algo que no es Dios.
PARA SER CREYENTE HAY QUE ABANDONAR LOS DIOSES
¿Cómo es posible que ocurran esas aberraciones? ¿De dónde provienen estos dioses falsos?
Es cierto que no siempre nos damos cuenta de lo que estamos haciendo. A veces, porque no le damos carácter religioso. Decimos que no somos religiosos, que no nos interesa la religión, pero en la realidad hemos hecho de alguna de estas cosas —la riqueza, el poder, la comodidad— un dios y lo sacrificamos todo a ellas. O, lo que en realidad es peor, nos llamamos cristianos, decimos que adoramos al verdadero Dios, que creemos en Jesucristo, pero en realidad, bajo esos nombres ocultamos nuestros propios intereses egoístas, de grupo o de clase. Hemos mantenido el nombre de Dios, pero hemos vaciado su contenido. No hay verdadera fe si no se destruyen estos falsos dioses. Este es el primer problema: para creer en Dios hay que descreer de los dioses que nos fabricamos, hay que comenzar por ser ateos de estos dioses.
EL DIOS QUE NO ESTÁ SOLO
La lucha del verdadero Dios contra los dioses falsos es uno de los temas constantes de
Desde el comienzo Dios dice al hombre: «vamos a hacer juntos este mundo». El ha puesto los fundamentos, ha dado una realidad, un mundo como un huerto para ser labrado, para que fructifique y se hermosee. Y ha creado una familia humana para que crezca y se constituya en comunidad de trabajo y de amor. Y Dios invita: «Vamos a hacer juntos este mundo»; comienza a «cultivar el jardín», a administrar y gobernar el mundo, a poner nombre y descubrir el secreto de la vida y hacerla rica y útil. Es más, en ese mismo relato bíblico, cada vez que el hombre quiebra esta sociedad —y lo hace constantemente— Dios vuelve a proponerla, la rehace y le da un nuevo futuro y una nueva tarea.
El Dios verdadero no es «el que está solo». Por el contrario, es quien invita al hombre a estar con él. Es un Dios que se ocupa de los demás, del mundo y del hombre más que de sí mismo. Esto es sumamente sugestivo porque habitualmente pensamos en un Dios que está allá, distante, aguardando que los hombres piensen en él, se ocupen de él, traten de agradarle o satisfacerle. El Dios de
El símbolo central de la fe cristiana, la cruz, es la afirmación más rotunda de esta decisión de Dios de estar con los hombres. Tan en serio ha tomado Dios su compromiso con el ser humano en la realización de este proyecto, que no vacila en arriesgarse a participar de la vida humana aún en su pobreza y su fragilidad, incluso hasta la muerte, para restaurar la sociedad con el hombre. El Dios de
PODEROSO, PERO NO TIRANO
Alguno dirá, sin embargo: «Esto de que Dios quiere estar con los hombres, que participa en las contingencias de la historia, que corre riesgos, ¿quiere decir que Dios no es poderoso?, ¿que no es soberano?». Parecería que un Dios así casi no es realmente Dios. Pero hagamos una pausa y preguntémonos: ¿qué significa ser soberano?, ¿qué es ser poderoso? Como a menudo ocurre, definimos los términos por nuestra cuenta, aparte de como Dios mismo los ha definido, y luego se los adjudicamos. Así hemos pensado “poderoso” y “soberano” tal y como nuestro egoísmo e inhumanidad pretenden serlo. Jesús mismo tuvo que corregir un día a sus discípulos sobre este tema. Ustedes, les dijo, hablan de poder y autoridad. Pero hablan en los términos de «los poderosos de la tierra» que se apoderan de aquellos sobre quienes tienen autoridad y los someten. Pero para ustedes las cosas no han de ser así. Por el contrario, miren mi propia autoridad y poder– me he comportado como un servidor. «El que quiera ser el más importante entre ustedes, hágase servidor de todos».
Aquí hay una concepción distinta del poder. Si queremos hallar términos de comparación, pensemos en el poder creador del artista, que trabaja y vuelve a trabajar la arcilla, que compone y recompone y revisa. No pensemos en el mago cuya varita mágica toca las cosas y se hacen solas. Dios es poderoso como el artesano que no se fatiga ni se desalienta, que sigue trabajando con infinita paciencia y perseverancia, que recomienza cuantas veces sea necesario hasta lograr crear lo que está deseando, su proyecto. Es poderoso porque es fiel a su obra, porque no se aburre ni se fatiga hasta que completa su obra. O pensemos en el buen gobernante: no en el tirano que avasalla y domina a su pueblo. El buen gobernante es el que estimula a su pueblo, lo guía en la búsqueda de sus metas, le señala el camino, lo habilita para lograr juntos un destino. Dios no es un gobernante que fije arbitrariamente el camino de su mundo o lo dirija mágicamente desde arriba: es el soberano que guía, estimula, acompaña a su pueblo. Creer, en términos cristianos, significa entrar en sociedad con ese Dios para trabajar con él. Es firmar un contrato por el cual nos comprometemos a participar en su proyecto para el mundo, a hacer nuestro ese proyecto. Es decisivo, por lo tanto, saber qué contrato firmamos y con quién. No es lo mismo hacerlo con cualquiera de los dioses que inventamos o con el Dios que
José Míguez Bonino. Espacio para ser hombres. Buenos Aires: Tierra Nueva, 1975