miércoles, 3 de septiembre de 2008

SÓLO UN ATEO PUEDE SER BUEN CRISTIANO



SÓLO UN ATEO PUEDE SER BUEN CRISTIANO

José Míguez Bonino

La curiosa frase del título no es un mero recurso para llamar la atención. Surgió de un intercambio entre un filósofo ateo, Ernst Bloch, que ha consagrado un profundo interés a la influencia del mensaje bíblico en la historia de la esperanza y de un teólogo cristiano, Jürgen Moltmann, que ha tratado de reivindicar el lugar central de la esperanza en la revelación bíblica. Fue el primero quien dijo: «Sólo un ateo puede ser buen cristiano», a lo que el segundo respondió: «pero sólo un cristiano puede ser buen ateo». He citado estas frases porque resumen en modo admirable la idea que quisiera desarrollar en este capítulo.

Frecuentemente pensamos que lo que más importa es que una persona crea en Dios, que crea en su existencia, que tenga fe. El ex presidente norteamericano Eisenhower dijo hace algunos años: «lo más importante es que el hombre tenga fe; no me importa en qué, pero que crea». No hace mucho un ministro argentino repetía casi literalmente la misma afirmación. En realidad, es moneda corriente. Si reflexionáramos un poco, nos veríamos obligados a reconocer, sin embargo, que buena parte de las acciones más bárbaras llevadas a cabo por el hombre han sido producto de la fe, obra de gente que creía de todo corazón y que tenía, incluso, la convicción de estar sirviendo a Dios.

Ni la creencia en Dios ni la intensidad de la fe constituyen una garantía. En realidad, lo que importa es, precisamente, en qué Dios creemos, cuál es el contenido de la fe. No deja de ser significativo que los cristianos primitivos fueron acusados de “ateos” y juzgados y condenados como tales por rehusarse a creer en los dioses que regían la vida de la sociedad.


¿POR QUÉ HAY ATEOS?

». Es decir, sólo quien niegue ciertos “dioses” puede tener fe en el verdadero Dios. De allí que convenga detenernos por unos momentos en la consideración del ateísmo. ¿Por qué es alguien ateo? ¿Qué respuestas nos dan quienes rehúsan creer en la existencia de un dios?

Hay quien nos dice: “yo creo en la ciencia y por lo tanto no puedo aceptar la existencia de Dios”. ¿A qué se debe que alguien vea la ciencia y Dios como cosas que se excluyen mutuamente? La simple respuesta es que la religión ha presentado frecuentemente a Dios como sustituto de la ciencia, del conocimiento y la investigación humanos. No se trata solamente de los casos de fanatismo religioso en que la gente rechaza la ciencia —por ejemplo el uso de la medicina— por una fe supersticiosa en que Dios ha de realizar milagrosa o mágicamente las cosas. Pienso más bien en el intento de utilizar a Dios como explicación de aquellas cosas para las cuales no tenemos aún una explicación científica o racional.

Podríamos mirar esto a través de la historia. El hombre primitivo carecía de explicaciones para una cantidad de cosas. No sabía porqué se sucedían el día y la noche, por ejemplo. Y buscó la explicación en los dioses. Había un dios del día y la luz y otro de la noche y las tinieblas. La lucha entre ambos explicaba la sucesión de noches y días. Bien sabemos cuántas historias distintas de dioses —mitologías— giran en torno a los fenómenos meteorológicos (tormentas, eclipses, mareas, etc.). Pero un buen día descubrimos que los movimientos de la tierra y del sol, la fuerza de la gravedad o la electricidad atmosférica nos permiten descifrar esos misterios. Y entonces Dios nos sobra. La historia se ha repetido mil veces. Siempre quedaba algún hueco donde Dios todavía podía servir de explicación: la vida, la mente humana, la energía. Pero la ciencia va ocupando lentamente todos los huecos. Y Dios es desalojado del universo. Un Dios-explicación, que sustituye a la ciencia, tiene poco futuro en un universo que va siendo sometido al conocimiento humano. Y de allí que parece no quedar otro camino que hacerse ateo.

En este sentido, hay que ser ateo para poder ser buen cristiano. Porque la fe cristiana rechaza esta sustitución. En el magnífico relato poético de la creación con el que se abre la Biblia, Dios le da al hombre el uso y gobierno de la creación. Utilizando una significativa expresión de la época, Dios le da al hombre la autoridad de “poner nombre” a las cosas, es decir, de conocerlas, regirlas, administrarlas, conocer su secreto y poder utilizarlas para sus propósitos. En otros términos, Dios encomienda al hombre la actividad científica y tecnológica. Realizar esa labor no es un desafío a Dios, no es restarle espacio: es colaborar con Dios cumpliendo una tarea que éste ha encomendado al hombre. Por supuesto, hay preguntas que envuelven toda actividad científica y tecnológica, frente a las cuales la fe tiene algo que decir: qué función tiene la ciencia, para qué se utiliza la tecnología, al servicio de qué proyectos o fines se la coloca. Pero de ninguna manera eso significa que Dios quede ubicado en los rincones todavía no explicados del universo. De ese Dios como sustituto del conocimiento humano también los cristianos somos ateos.

Otros nos dirán: «yo no creo en Dios porque creo en el hombre». Cuanta más importancia demos al hombre —insistirán— tanto menos lugar le dejamos a Dios. Se los coloca en dos platillos de la balanza: si uno asciende, el otro baja, y viceversa. Los religiosos, se nos dice, sacrifican el hombre a Dios. Para rescatar el valor del hombre, por consiguiente, hay que sacrificar a Dios. En realidad, bien lo sabemos, las religiones han sacrificado muchas veces los hombres a Dios —incluso literalmente— en los sacrificios humanos cruentos. Dios pedía al hombre el sacrificio de seres humanos como reconocimiento de su poder divino.

Pero no es necesario remontarse a las culturas que practicaban sacrificios humanos. Cuántas personas piensan aún hoy día que para honrar a Dios hay que despojarnos de nuestra humanidad, de aquellas cosas que hacen la vida humana más rica, más placentera, más plena, en una palabra, más humana: el amor, la alegría, la cultura, la comunión y la amistad humanos. Y entonces, quien valora estas cosas, se ve obligado a elegir entre el hombre y Dios, y se queda con aquel.

Este punto de vista está a miles de kilómetros de distancia de lo que la Biblia enseña acerca de Dios. Y sin embargo, el mismo ha predominado en vastos sectores del cristianismo y en muchas épocas. Esa fue una de las grandes batallas que Jesús tuvo que librar en su época, contra aquellos que hacían de la religión un fin y del hombre un esclavo. Dios, por ejemplo, había instituido un día de reposo, para que el hombre descansara de su labor y pudiera disfrutar de la contemplación del mundo, de la comunidad de los suyos, de la alabanza y la comunión con el mismo Dios. Pero ese reposo había sido transformado en una prisión: no se podía curar un enfermo, no se podía caminar, ni se podía hacer el esfuerzo de cortar una espiga de trigo y comer el grano. Era el día de Dios y por ende un día negado al hombre. Y Jesús responde indignado: ustedes han puesto las cosas patas arriba: «El día de reposo fue hecho a causa del hombre» y no al revés. ¡Qué mejor manera puede haber de honrar a Dios en ese día que dar salud, alegría, plenitud a la vida del hombre! Ustedes los religiosos, dice Jesús, quieren honrar a Dios limitando y poniendo barreras a la vida humana. Pero, para la verdadera fe, honrar a Dios significa dar libertad, enriquecer la vida, honrar al hombre. Esa es la voluntad de Dios.

Finalmente, algunos nos dirán: «yo no creo en Dios porque es un instrumento para la explotación y el sometimiento del hombre». Nuevamente, hemos de reconocer que frecuentemente ha sido y aún es así. El educador brasileño Paulo Freire relata los diálogos sostenidos más de una vez con campesinos pobres de su país. La conversación giraba en torno a la situación del campesino: su miseria, el hecho de no poseer la tierra que trabajaba y a menudo tampoco el producto de la misma, la imposibilidad de suplir sus necesidades mínimas y de progresar. Finalmente llegaban a la conclusión de que las cosas eran así porque siempre lo habían sido. Uno era campesino porque lo había sido su padre, y su abuelo, y el abuelo de su abuelo. Unos nacen campesinos y otros propietarios: así son las cosas. Y a la pregunta, ¿por qué es así?, la respuesta del campesino solía ser: «Así lo hizo Dios». Fijémonos lo que esto quiere decir: si Dios lo hizo así, si Dios lo quiere así, no hay que cambiar la situación. Intentar cambiarla sería desobedecer la voluntad de Dios. El argumento ha sido repetido más de una vez por propietarios y religiosos: «Dios ha hecho ricos y pobres, propietarios y campesinos, y no hay que tocar el orden creado por Dios». Quien se rebela contra ese orden; lógicamente se rebela contra el Dios que lo ha creado y lo mantiene. Si Dios garantiza el estado actual de las cosas, para cambiarlo hay que rechazar a Dios.

Una vez más, una lectura bastante superficial de las páginas de la Biblia —desgraciadamente bien ocultadas, muchas veces por la misma iglesia— alcanzaría para dar por tierra con ese Dios. Volveremos más tarde sobre este tema. Pero es importante decirlo desde ahora con toda claridad: el Dios de la Biblia de ninguna manera garantiza la propiedad del explotador ni ha autorizado la esclavitud del sometido. Por el contrario, como lo dice uno de los profetas, quienes sostienen ese orden de cosas «no conocen a Dios». Por el contrario, el gobernante que hace justicia y protege el derecho del débil y del pobre, ese es el que «conoce a Dios» (Jeremías 22:13-16).

Cuando alguien dice, pues «yo no creo en Dios porque creo en la ciencia», o «yo no creo en Dios porque creo en el hombre» o «yo no creo en Dios porque creo en la justicia», debo responderle que yo tampoco creo en ese Dios. Y que solamente quien sea un apasionado ateo de esos dioses puede ser verdaderamente cristiano. El que adora un dios que sustituye a la ciencia, o que rebaja al hombre o que garantiza situaciones de injusticia, ha depositado su fe en dioses falsos. Cuanta más fe tenga, tanto peor. Porque su fe está dirigida a algo que no es Dios.



PARA SER CREYENTE HAY QUE ABANDONAR LOS DIOSES

¿Cómo es posible que ocurran esas aberraciones? ¿De dónde provienen estos dioses falsos? La Biblia repite frecuentemente que los hombres nos inventamos dioses, los fabricamos. Por supuesto, es claro que fabricamos “imágenes” de dioses. Un profeta, Isaías, se burla de quienes toman un trozo de madera y lo tallan para hacerse una imagen. Con las astillas que quedan —dice Isaías— hacen fuego y se preparan un asado. Y la talla que han hecho con la misma madera la colocan sobre un pedestal, se inclinan ante ella y le ruegan: «Dios mío, sálvame». Ridiculiza así la adoración de imágenes. Pero, más profundamente, se denuncia toda esa mistificación por la que nos fabricamos ideas de Dios, conceptos de Dios, a la medida de nuestras conveniencias e intereses. Inventamos dioses para defender nuestros intereses, para justificar nuestra tranquilidad culpable frente al mal, para ahorrarnos el esfuerzo de luchar por un mundo mejor, para justificar nuestro egoísmo personal, de familia, de clase o de nación. Y después los adoramos, cuando en realidad nos estamos adorando a nosotros mismos. Por ejemplo, Jesús dice que «no se puede adorar a Dios y a Mammón» (el dios del dinero o la riqueza). Y Pablo dice que «la avaricia es idolatría», es decir, la adoración de un falso dios.

Es cierto que no siempre nos damos cuenta de lo que estamos haciendo. A veces, porque no le damos carácter religioso. Decimos que no somos religiosos, que no nos interesa la religión, pero en la realidad hemos hecho de alguna de estas cosas —la riqueza, el poder, la comodidad— un dios y lo sacrificamos todo a ellas. O, lo que en realidad es peor, nos llamamos cristianos, decimos que adoramos al verdadero Dios, que creemos en Jesucristo, pero en realidad, bajo esos nombres ocultamos nuestros propios intereses egoístas, de grupo o de clase. Hemos mantenido el nombre de Dios, pero hemos vaciado su contenido. No hay verdadera fe si no se destruyen estos falsos dioses. Este es el primer problema: para creer en Dios hay que descreer de los dioses que nos fabricamos, hay que comenzar por ser ateos de estos dioses.



EL DIOS QUE NO ESTÁ SOLO

La lucha del verdadero Dios contra los dioses falsos es uno de los temas constantes de la Biblia. Esto nos obliga a preguntarnos: ¿qué es el verdadero Dios?, o mejor, ¿cómo es?, o tal vez más precisamente: ¿quién es? Un diario de Buenos Aires traía el otro día un comentario acerca de Dios que terminaba citando una antigua definición: «Dios es el uno, el que está solo». En realidad, esta afirmación es casi la mayor herejía, la mentira más grande que se pueda decir acerca de Dios. En términos de la fe cristiana como se manifiesta en la Biblia, como la enseñó y vivió Jesucristo, Dios es, precisamente, el que nunca está solo, el que no ha querido estar solo. Dios es el que ha decidido crear un mundo y relacionarse con él. Mas aún, el que ha creado al hombre para hacer con él una sociedad, para invitarlo a trabajar juntos en la transformación y perfección de lo creado.

Desde el comienzo Dios dice al hombre: «vamos a hacer juntos este mundo». El ha puesto los fundamentos, ha dado una realidad, un mundo como un huerto para ser labrado, para que fructifique y se hermosee. Y ha creado una familia humana para que crezca y se constituya en comunidad de trabajo y de amor. Y Dios invita: «Vamos a hacer juntos este mundo»; comienza a «cultivar el jardín», a administrar y gobernar el mundo, a poner nombre y descubrir el secreto de la vida y hacerla rica y útil. Es más, en ese mismo relato bíblico, cada vez que el hombre quiebra esta sociedad —y lo hace constantemente— Dios vuelve a proponerla, la rehace y le da un nuevo futuro y una nueva tarea.

El Dios verdadero no es «el que está solo». Por el contrario, es quien invita al hombre a estar con él. Es un Dios que se ocupa de los demás, del mundo y del hombre más que de sí mismo. Esto es sumamente sugestivo porque habitualmente pensamos en un Dios que está allá, distante, aguardando que los hombres piensen en él, se ocupen de él, traten de agradarle o satisfacerle. El Dios de la Biblia, en cambio, está constantemente ocupado en el mundo, en su curso, en la creación de la vida y en su plenitud, en la justicia y la verdad entre los hombres. Cuando le habla al hombre —como ocurre frecuentemente en la Biblia— no es para hablar de sí mismo sino de su propósito y su deseo para el mundo, para los hombres. No hay en la Biblia discusiones de la naturaleza o del ser de Dios. El tema de la conversación de Dios con el hombre es el hombre mismo. Quien no se interesa en éste, no tiene de que hablar con Dios. Porque Dios está totalmente concretado en su proyecto para el mundo, e invita a los hombres a pensar en este proyecto, a tomarlo en serio, a comprometerse con él para realizarlo. Este es el comienzo de la fe.

El símbolo central de la fe cristiana, la cruz, es la afirmación más rotunda de esta decisión de Dios de estar con los hombres. Tan en serio ha tomado Dios su compromiso con el ser humano en la realización de este proyecto, que no vacila en arriesgarse a participar de la vida humana aún en su pobreza y su fragilidad, incluso hasta la muerte, para restaurar la sociedad con el hombre. El Dios de la Biblia es Dios para los otros y no para sí mismo. Es un Dios que sufre, que se juega, que corre riesgos en su proyecto de crear un mundo. Cuando mencionamos a Jesucristo estamos hablando de esto, de una “apuesta” que Dios hizo a favor del hombre, colocándose a sí mismo como garante. Y dio su vida. Con razón que se sintieron desorientados y perplejos los filósofos que habían imaginado un dios a su semejanza: una especie de filósofo universal, ensimismado en sus propios pensamientos, contemplando despasionadamente el mundo. Este Dios cristiano, «de carne y en la carne» como decía un pensador español, este Dios apasionado que se deja golpear e insultar, y crucificar, para sellar una voluntad de transformación del mundo, sólo éste es, en términos cristianos, el Dios verdadero.



PODEROSO, PERO NO TIRANO

Alguno dirá, sin embargo: «Esto de que Dios quiere estar con los hombres, que participa en las contingencias de la historia, que corre riesgos, ¿quiere decir que Dios no es poderoso?, ¿que no es soberano?». Parecería que un Dios así casi no es realmente Dios. Pero hagamos una pausa y preguntémonos: ¿qué significa ser soberano?, ¿qué es ser poderoso? Como a menudo ocurre, definimos los términos por nuestra cuenta, aparte de como Dios mismo los ha definido, y luego se los adjudicamos. Así hemos pensado “poderoso” y “soberano” tal y como nuestro egoísmo e inhumanidad pretenden serlo. Jesús mismo tuvo que corregir un día a sus discípulos sobre este tema. Ustedes, les dijo, hablan de poder y autoridad. Pero hablan en los términos de «los poderosos de la tierra» que se apoderan de aquellos sobre quienes tienen autoridad y los someten. Pero para ustedes las cosas no han de ser así. Por el contrario, miren mi propia autoridad y poder– me he comportado como un servidor. «El que quiera ser el más importante entre ustedes, hágase servidor de todos».

Aquí hay una concepción distinta del poder. Si queremos hallar términos de comparación, pensemos en el poder creador del artista, que trabaja y vuelve a trabajar la arcilla, que compone y recompone y revisa. No pensemos en el mago cuya varita mágica toca las cosas y se hacen solas. Dios es poderoso como el artesano que no se fatiga ni se desalienta, que sigue trabajando con infinita paciencia y perseverancia, que recomienza cuantas veces sea necesario hasta lograr crear lo que está deseando, su proyecto. Es poderoso porque es fiel a su obra, porque no se aburre ni se fatiga hasta que completa su obra. O pensemos en el buen gobernante: no en el tirano que avasalla y domina a su pueblo. El buen gobernante es el que estimula a su pueblo, lo guía en la búsqueda de sus metas, le señala el camino, lo habilita para lograr juntos un destino. Dios no es un gobernante que fije arbitrariamente el camino de su mundo o lo dirija mágicamente desde arriba: es el soberano que guía, estimula, acompaña a su pueblo. Creer, en términos cristianos, significa entrar en sociedad con ese Dios para trabajar con él. Es firmar un contrato por el cual nos comprometemos a participar en su proyecto para el mundo, a hacer nuestro ese proyecto. Es decisivo, por lo tanto, saber qué contrato firmamos y con quién. No es lo mismo hacerlo con cualquiera de los dioses que inventamos o con el Dios que la Biblia nos muestra, el Dios que nos llama a crear con él un mundo en el que valga la pena vivir.


José Míguez Bonino

José Míguez Bonino. Espacio para ser hombres. Buenos Aires: Tierra Nueva, 1975

miércoles, 6 de agosto de 2008

Hombre del campo


Hombre del campo:

No vayas a enseñar este libro al cura de tu pueblo; porque a él le interesa mantenerte en la oscuridad; para que todo tengas que ir a preguntárselo a él.
Y como él te cobra por echar agua en la cabeza de tu hijo, por decir que eres el marido de tu mujer, cosa que ya tú sabes desde que la quieres y te quiere ella; como él te cobra por nacer; por darte la unción, por casarte, por rogar por tu alma, por morir; como te niega hasta el derecho de sepultura si no le das dinero por él, él no querrá nunca que tú sepas que todo eso que has hecho hasta aquí es innecesario, porque ese día dejará él de cobrar dinero por todo eso.

Y como es una injusticia que se explote así tu ignorancia, yo, que no te cobro nada por mi libro, quiero, hombre del campo, hablar contigo para decirte la verdad.

No te exijo que creas como yo creo. Lee lo que digo, y créelo si te parece justo. El primer deber de un hombre es pensar por sí mismo. Por eso no quiero que quieras al cura; porque él no te deja pensar.

Vamos, pues, buen campesino: reúne a tu mujer y a tus hijos, y léeles despacio y claro, y muchas veces, lo que aquí digo de buena voluntad.

¿Para que llevas a bautizar a tu hijo?

Tú me respondes: “Para que sea cristiano”. Cristiano quiere decir semejante a Cristo. Yo te voy a decir quién fue Cristo.

Fue un hombre sumamente pobre, que quería que los hombres se quisiesen, que el que tuviera ayudara al que no tuviera, que los hijos respetasen a los padres, siempre que los padres cuidasen de los hijos; que cada uno trabajase, porque nadie tiene derecho a lo que no trabaja; que se hiciese bien a todo el mundo y que no se quisiera mal a nadie.

Cristo estaba lleno de amor para los hombres. Y como él venía a decir a los esclavos que no debían ser más que esclavos de Dios, y como los pueblos le tomaron un gran cariño, y por donde iba diciendo estas cosas, se iban tras él, los déspotas que gobernaban entonces le tuvieron miedo y lo hicieron morir en una cruz.

De manera, buen campesino, que el acto de bautizar a tu hijo quiere decir tu voluntad de hacerlo semejante a aquel grande hombre.

Es claro que tú has de querer que él lo sea, porque Cristo fue un hombre admirable. Pero dime, amigo, ¿se consigue todo eso con que echen agua en la cabeza de tu hijo? Si se consiguiera todo eso con ese poco de agua, todos los que se han bautizado serían buenos. Tú ves que no lo son.

Además de esto, aunque esa virtud del agua fuese verdad ¿por qué confías a manos extrañas la cabeza de tu hijo? ¿Por qué no le echas el agua tu mismo? ¿El agua que eche en la cabeza de su hijo un hombre honrado, será peor que la que eche un casi siempre vicioso, que te obliga a ti a tener mujer teniendo él querida, que quiere que tus hijos sean legítimos teniéndolos él naturales, que te dice que debes dar tu nombre a tus hijos y no da él su nombre a los suyos? No haces bien si crees que un hombre semejante es superior a ti. El hombre que vale más no es el que sabe más latín, ni el que tiene una coronilla en la cabeza. Porque si un ladrón se hace coronilla, vale siempre menos que un hombre honrado que no se la haga. El que vale más es el más honrado, luego la coronilla no da valor ninguno.

El que más trabaja es el que es menos vicioso, el que vive amorosamente con su mujer y con sus hijos. Porque un hombre no es una bestia hecha para gozar, como el toro y el cerdo; sino una criatura de naturaleza superior, que si no cultiva la tierra, ama a su esposa, y educa a sus hijuelos, volverá a vivir indudablemente como el cerdo y como el toro.

Aunque tú seas un criminal, cuando tienes un hijo te haces bueno. Por él te arrepientes; por él te sientes haber sido malo; por él te prometes a ti mismo seguir siendo honrado: ¿no te acuerdas de lo que sucedió a tu alma cuando tuviste el primer hijo? Estabas muy contento; entrabas y salías precipitadamente; temblabas por la vida de tu mujer; hablabas poco, porque no te han enseñado a hablar mucho y es necesario que aprendas; pero, te morías de alegría y angustia. Y cuando lo viste salir vivo del seno de su madre; sentiste que se te llenaban de lágrimas los ojos, abrazaste a tu mujer, y te creíste por algunos instantes claro como un sol y fuerte como un muro. Un hijo es el mejor premio que un hombre puede recibir sobre la tierra.

Y dime, amigo: ¿un cura puede querer a tu hijo más que tú? ¿Por qué lo ha de querer más que tú? Si alguien ha de desearle bien al hijo de tu sangre y de tu amor ¿quién se lo deseará mejor que tú? ¿Si el bautismo no quiere decir más que tu deseo de que tu hijo se parezca a Cristo, para esto has de exponerlo a una enfermedad, robándolo algunas horas a su madre, montar a caballo y llevarlo a que lo bendiga un hombre extraño? Bendícelo tú, que lo harás mejor que él, puesto que lo quieres más que él. Dale un beso y abrázalo. Un beso fuerte: un abrazo fuerte. Y ese es el bautismo.

El cura dice también que te lo bautiza para que entre en el reino de los cielos. Pero él bautiza al recién nacido si le pagas dinero, o granos, o huevos, o animales: si no le pagas, si no le regalas, no te lo bautiza. De manera que ese reino de los cielos de que él te habla vale unos cuantos reales, o granos, o huevos, o palomas.

¿Qué necesidad hay, ni que interés puedes tú tener en que tu hijo entre en un reino semejante? ¿Qué juicio debes de formar de un hombre que dice que te va hacer un gran bien, que lo tiene en su mano, que sin él te condenas, que de él depende tu salvación, y por unas monedas de plata te niega ese inmenso beneficio? ¿No es ese hombre un malvado, un egoísta, un avaricioso? ¿Qué idea te haces de Dios, si fuera Dios de veras quien enviase semejantes mensajeros?
Ese dios que regatea, que vende la salvación, que todo lo hace en cambio de dinero, que manda las gentes al infierno si no le pagan, y si le pagan las manda al cielo, ese Dios es una especie de prestamista, de usurero, de tendero.
No, amigo mío, ¡hay otro Dios!


José Martí

miércoles, 11 de junio de 2008

ELVIS, PRISIONERO DEL ROCK AND ROLL


«Lo tengo todo en la vida, dinero, fama, admiradores. Y no obstante, me siento como el más miserable de los seres vivientes».[i] Esto fue lo que expresó Elvis Presley al término de sus días, lo cual nos hace preguntar: ¿cómo es posible que el rey del rock’n roll terminara su vida sintiéndose tan miserable, si con sus canciones llenó de alegría millones de corazones y muchos hasta quisimos ser como él?

Elvis Aarón Presley nació el 8 de enero de 1935 en Tupelo, junto al río Mississippi. Su infancia se desarrolló entre el hogar, el trabajo, la escuela y la iglesia. Sus padres, Vernon y Gladys, eran cristianos evangélicos muy devotos, y educaron al pequeño Elvis en su fe.

En la escuela, Elvis comenzó a destacar; su profesora recuerda: «Cada mañana hacíamos como un poco de culto devocional, antes de empezar las clases. Cuando preguntaba quién quería orar, Elvis era siempre el primero en levantar la mano. Oraba y después cantaba unos cuantos himnos».[ii]

Cantaba y cantaba. La música corría por sus venas y, como todo niño, era una esponja que absorbía todo lo que le rodeaba. El “cabezón” se pasaba horas escuchando música country, los blúes de moda, y la música gospel (evangélica) de los conjuntos que llegaban a su iglesia.

Siendo todavía un niño, Elvis ganó el primer lugar en un concurso de canto en su pequeño pueblo. Pero no sería descubierto sino hasta enero de 1954, cuando pasó por un estudio de grabación, el Sun Records, y decidió hacerle un regalito a su mamá. Se metió a grabar un disco sencillo con la canción “That’s all right, mama” (Todo está bien, mamá).

Marion Keisker, la administradora, al oír cantar al muchacho, pegó un brinco de su asiento y fue a ver de quién se trataba; rápidamente se comunicó con Sam Phillips, el productor, y le dijo que por fin habían encontrado lo que tanto buscaban: «Un muchacho blanco que cantara como negro». Elvis llenaba al pie de la letra el requisito, así que no nos sorprenda el saber que a los pocos días ya estaba cantando en la radio.

A partir de ese momento, la fama de Elvis causó una revolución, pues rompió con cánones de la sociedad conservadora en que vivía. Obviamente el escándalo y las críticas no se dejaron esperar. Y es que el “muñeco” no sólo cantaba, sino que gritaba y se contorsionaba como un epiléptico, moviendo sus caderas sensual y bruscamente, por lo que no tardaron en bautizarlo como “Elvis La Pelvis”. Incluso, en el programa televisivo de Ed Sullivan, se prohibió tomar a Elvis de cuerpo entero; sólo podían hacerse tomas ¡por arriba de la cintura…!

Sus presentaciones se convirtieron en batallas campales. Las insaciables fanáticas hacían de las suyas derribando sillas, cordones, paredes de cristal, policías y todo lo que estuviera a su paso, con tal de llegar hasta donde estaba “el Rey” para abrazarlo, besarlo y que éste les estampara su autógrafo aun ¡en su ropa interior…![iii]

Muchos líderes religiosos arremetieron contra Elvis, uno de ellos dijo que las letras de su nombre también se podían acomodar como “Evils”, que significa: malo o perverso;[iv] y un ministro de Nueva York lo llamó “el apóstol turbulento del sexo”.[v] Alguien que asistió a un concierto, comentó que verdaderamente parecía poseído por un espíritu extraño.

Muchas mujeres desfilaron por el cuarto de Elvis, desde estrellas de cine, modelos una conejita de Play Boy, hasta muchas de sus admiradoras.

Elvis era como las dos caras de una moneda. Por un lado era el chico rebelde y seductor, y por el otro quería seguir siendo el chico noble y religioso de antaño. Así que en plena cúspide de su carrera lanzó un álbum de himnos cristianos titulado: “Su mano en mi mano”, tratando de quedar bien no sólo con el mundo, sino también con Dios.

Pero Elvis había pasado por alto la declaración de Jesucristo de que «ninguno puede servir a dos señores; porque estimará al uno y menospreciará al otro». Estas palabras se cumplirían al pie de la letra en la vida de Elvis, pues al final de su vida, no sólo menospreció a Dios, sino que le echó la culpa de todos sus problemas. Después de haber sido abandonado por su hija y su esposa Priscila, quien huyó con su profesor de karate,[vi] levantó su rostro al cielo, pero no para buscar ayuda, sino para decirle a Dios: «¡Ahora sí no te mediste! Esta vez me has dado una montaña que no puedo cargar» (letra de su canción: “You gave a mountain”).[vii]

Después de esto se dio media vuelta, y tomó el camino fácil: las drogas que él llamaba legales, esto es, las pastillas. Se había desmoronado su vida. Años atrás su madre había muerto, lo cual le dejó un poco trastornado, pero ahora era el acabose, ya nada le importaba. Los barbitúricos y estimulantes fueron minando su vida. Uno de los guardaespaldas dijo que Elvis era como una “farmacia ambulante”.[viii]

Por ese tiempo, y sin duda para que no notaran su ruina espiritual, comenzó a hacer “obras de caridad” a la gente que le rodeaba, Si por su música lo habían llamado “el Rey”, por sus buenas obras lo empezaron a llamar: “San Elvis”.

Pero su vida no se condujo tan santa como muchos hubieran querido, y como él mismo supuestamente deseaba, pues en sus últimos años se inclinó por el ocultismo. Richard Mann, autor de un libro biográfico sobre Elvis, cuenta que el artista desarrolló una fascinación macabra por los cadáveres, y que se entregó por completo «al engaño de los misticismos orientales, la numerología, la astrología, la parapsicología, la lectura del futuro y los fenómenos de reencarnación». Elvis decía que estas cosas eran peligrosas sólo para los débiles, pero «los fuertes podían probarlas».[ix]

Aunque en la Biblia que usaba Elvis claramente estaba escrito: «No os volváis a los encantadores ni a los adivinos; no los consultéis, contaminándoos con ellos»,[x] él se fue tras la bruja Christine Williams y la consultó. Mann nos dice que esta pitonisa «predijo a Elvis la muerte prematura a través de un sueño en el que había visto a su madre, Gladys, vestida con una túnica blanca que le tendía los brazos desde la tumba invitándolo a acudir a ella».[xi]

Pero Elvis no estaba muy seguro de la visión de la bruja; él creía que después de la muerte, en vez de esperarlo su madre dispuesta a abrazarlo, de seguro lo esperaban las llamas del infierno dispuestas a devorarlo. En una entrevista con un periodista de Hollywood dijo que estaba «muy asustado y tenía miedo de ir al infierno. Que deseaba poder ir más a la iglesia y ocuparse más de las cosas de Dios, pero que la gente se lo impedía».[xii]

Según Mann, «Elvis estuvo siempre convencido de que estaba “destinado a algo especial”. Era como un presentimiento espiritual que le decía que Dios le había llamado para llevar a cabo una misión única en la tierra».[xiii] Pero al final, Elvis quedó preso en las redes que él mismo había tejido. Tal parece que su famosa canción “Rock de la cárcel”, se había convertido en una realidad para él.

El predicador Rex Humbard, uno de los mejores amigos que Elvis tuvo en sus últimos años, declaró que éste le confesó que en muchas ocasiones cuando estaba en el escenario frente a las multitudes, tenía el deseo de predicarles el Evangelio, pero nunca se atrevió; y al recordarlo se preguntaba si acaso por esto se sentía el más miserable de todos los hombres…[xiv]

Pero las oportunidades habían quedado atrás y su hora había llegado. El 16 de agosto de 1977 lo encontraron tirado boca abajo en el baño de su lujosa mansión en Memphis; había muerto después de una terrible sobredosis de drogas. Pero no sólo las drogas fueron las que lo llevaron a la muerte, sino la tristeza, la depresión, la soledad, el peso de sus pecados; en pocas palabras: su separación de Dios.

¿Por qué, Elvis, por qué terminaste así…? Dios claramente te lo había advertido en la Biblia: «¿Qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?»[xv]

Lo sé, él ya no me puede contestar, porque está muerto, pero dicen que “siempre habrá un Elvis”, y quizá tú puedas ser uno como él. La pregunta es: ¿se repetirá la misma historia en tu vida…? ¿Pretendiendo ser un “rey” de este mundo, terminarás, como Elvis, prisionero de tus pecados…? Dios no lo quiere, y por eso envió a Jesucristo, Él cargó con nuestros pecados en la cruz, para que tú y yo podamos ser libres y recibamos salvación; si confiamos hoy en Él, seremos verdaderos “reyes”, pero no en este mundo, ni del rock’n roll, ¡sino del eterno y poderoso reino de Dios…![xvi]


Angel Sanabria
(Artículo publicado por primera vez en la revista Prisma, vol. XIX, No. 4 (México, 1991)

[i] Richard Mann: Elvis (Barcelona: Clie, 1989), p. 159.

[ii] Mann, op. cit., p. 28.

[iii] Mann, op. cit., p. 64.

[iv] Mann, op. cit., p. 67.

[v] Víctor Blanco Labra: Elvis en el bosque (México, D.F.: Diana, 1989), p. 94.

[vi] Blanco Labra, op. cit., p. 110.

[vii] Blanco Labra, op. cit., p. 95.

[viii] Mann, op. cit., p. 147.

[ix] Mann, op. cit., p. 165.

[x] Levítico 19:31; cf. Deuteronomio 18:10-12.

[xi] Mann, op. cit., p. 167.

[xii] Mann, op. cit., p. 155.

[xiii] Mann, op. cit., p. 153.

[xiv] Mann, op. cit., p. 159.

[xv] Evangelio de Marcos 8:36.

[xvi] Cf. Apocalipsis 1:6.

¡BIENVENIDOS A GRAN JUBILEO...!


"Y santificaréis el año cincuenta, y pregonaréis libertad en la tierra a todos su moradores; ese año será de Jubileo" (Levítico 25:10)

   La Biblia dice que Dios estableció para Israel un año en el cual se proclamaría libertad para todos. Esto sucedería cada 50 años, durante el Jubileo se tenía que liberar a los esclavos, perdonar las deudas, ayudar al prójimo, en pocas palabras: ¡celebrar la vida...! Muchos eruditos bíblicos creen que esto fue una utopía judía, que en realidad el Jubileo nunca se llevó a cabo en Israel, al menos no como Dios lo había señalado; sin embargo, hoy nosotros podemos revivir esta utopía y celebrarla.

   El presente blog es una invitación para que te unas a esta celebración, quiero invitarte a reflexionar en las cosas más importantes de la vida: en la belleza, la bondad, la justicia y la verdad. Estaré subiendo artículos, poemas, canciones e imágenes, las cuales enriquezcan nuestra vida, renueven nuestra mente y nos lleven a una acción significativa en favor de nuestros prójimos.

   Soy un hombre de fe, pero también de duda (sic), tal como lo han sido los profetas y apóstoles de todos los tiempos. La fe y la duda acompañan siempre al hombre. Así que este espacio está abierto para todos los que creen en la vida, en lo espiritual y en lo trascendente; pero también para todos los que tienen dudas y preocupaciones en medio de lo inmanente.

   El teólogo alemán Paul Tillich, hablaba de la "teonomía", el fondo sagrado que subyace en el hombre, en la cultura, en todas las cosas. Y creo que siendo atentos observadores del hombre y la cultura, podemos descubrir ese fondo sagrado, lo cual muchas veces implicará denunciar al mismo tiempo lo inhumano, el pecado.

   La palabra "Jubileo" significa, pues, para mí lo sagrado de la vida, lo cual sale a la superficie y se expresa en muchas maneras, bajo muchos rostros y con muchos nombres. Si te interesa también a ti descubrir y compartir esto, ¡celebremos juntos el Jubileo...!